Cuando uno deja de entender el susurro de la lluvia y del fuego, es tiempo de hacer una nueva cocción del alma. Hay algo que reclama desde adentro. Quizás un árbol que quiere salir, quizás algunas moléculas que están aprisionadas y no nos dejan hablar, quizás miles de abalorios enhebrados en la razón impertinente. Y es que con los días uno se acostumbra a no usar las alas y se da cuenta que está prisionero entre una costra de sueños rotos pegados con excusas y barro. Entonces los dos pares de alas con los que uno nace, se nos esconden y pensamos que es así, que así está bien. Y deja uno de entender el susurro de la lluvia y del fuego. Y eso es síntoma de una agonía lenta y muy dolorosa. Una agonía de esas que suceden cada día en medio de la costumbre ciega y abusiva de la decencia. Se hace urgente un rayo de marzo que puede traer la certeza de un beso tierno, para rompernos por fuera y dejar caer pacientemente todos los pedazos de sueños rotos. Hay que quedarse inmóvil, bajo la tormenta, para que la lluvia limpie la piel de las verdades absolutas. En ese instante, sólo en ese instante, se decanta el alma. Es el tiempo propicio para un corte de pelo con el fin de que no se interponga entre un universo y otro. Es el tiempo de calentar el agua, prender todas la velas de la casa y volver a preparar el amor. Es el tiempo de contemplar los mandalas invisibles y de hacerle caso a la lluvia y al fuego mientras me descubro en lo unos ojos color sol. Es el tiempo de creer una vez más...
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